Entramos en una casa con luces tenues, escuchamos una historia que nos eriza el vello o nos sentamos frente a la pantalla dispuestos a asustarnos. Salimos ilesos, con el pulso acelerado y, con frecuencia, satisfechos. ¿Por qué pagamos por sentir miedo? ¿Por qué nos atrae lo macabro? La respuesta es
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